Extranjera II
Niña de la sensibilidad
electrocutada,
por qué caminas
con tus pies de átomo,
por qué has venido a la tierra de la muerte,
mujer desconocida.
No me mires de frente
porque me apagas,
me cortocircuitas la noche
donde el monstruo microscópico
me muerde la garganta.
Estoy enamorado de la fiebre
porque eres un pájaro
parecido a la K,
eres una tráquea que solloza
aunque estés debajo de mi abrigo,
y no sepas la primera letra
de tu nombre, ni uses
tu rostro falso.
Dime,
qué haré con tu esqueleto
si se vuelve mariposa.
Qué haré con tu voz
si me vistes en el siglo 16.
Detrás de la catedral
¡tú! escondiste la nariz
y vendiste mis orejas
a las estatuas.
Cállate, no hables
en ondas electrónicas,
no me digas que me amas,
latente, cuchillo en mano,
no te vistas el siglo 18,
retrocede,
siéntate en tu sombra,
para que yo,
enamorado de la fiebre
y oliendo a madera cortada
pueda ofrecerte el ajenjo
en una caravela
o en el residuo de un ojo.
Gentileschi–no sé si así es mi nombre–
y tú la “Tocadora del Laúd”,
en la plaza de la Catedral de Siena,
o tal vez, extranjera,
tú, Boticelli, y yo “Retrato de un Desconocido”.
No te asustes,
no te levantes,
–el tiempo es solamente otro poema–
lo demás es el insomnio.
Estoy en la voz de la estatua,
–y tú lo sabes–
si me llamas
mi cabeza rodará
de nuevo en la canasta.
Extranjera,
no dejes caer tu arteria pulmonar,
pues el esternón y el pájaro
que llueve sobre el seno
son la noche que te permiten
mirarme desde lejos.
Sabes que hiedo,
que mi cuerpo hermoso
como una copa destruida
se descompone
en el funeral que celebran los verdugos
frente a ti,
detrás del lenguaje,
en el mismo lugar de la Catedral,
leyendo –a pesar del patíbulo–
el poema que leyeras.
Extranjera,
de qué color tengo los ojos,
tú que velaste el féretro
en el año 1857,
dime si todavía soy la Bruja
o si seduzco cariátides,
o si los monjes recoletos
me buscan, me asesinan,
me callan.
Está lloviendo en la corteza cerebral,
extranjera, y la ciudad
puede ser el lugar del destino,
porque dios me persigue
a través de tu falda,
y traigo la misma hiena
en la pata del animal oscuro.
Aunque mi pelo no huela a sífilis,
cuando quiero comprar los homopétalos,
la puerta del hospital vacío.
No pronuncies el nombre
ni el electrón
de quien me habita.
Estoy en medio de la Catedral, extranjera,
y traigo tu cabeza
en la canasta.