[Yo era una mujer...]
Yo era una mujer;
quería ser
la de los hijos, la del respeto, la de la Gracia.
Yo era también una argamasa oscura
de potencias
que buscaba la manera
de convertirse
en una mujer.
Mi madre había muerto
su muerte lenta para curtirme
y yo no lo notaba,
ocupada como estaba
en desenredar mi sangre de la suya.
Mi madre moría
su muerte de olvidos,
porque ella quiso ser una mujer.
Una mujer feliz, inclusive,
pero tuvo que mentirse
todas y cada una de sus sonrisas.
Hubo hambre y hubo sangre;
demasiada para ella sola.
Hubo el peso de la vida
sobre sus hombros carnosos
como de ausubo sin corteza.
Latiendo toda ella
se enfrentó madera
a los colmillos de su tiempo.
Logró lo que logró:
parir a otra mujer
mejor que ella.
Pero yo,
desentendida de su gesta
des/discernida,
no tuve ojos para ver
ni lengua para probar su sangre.
Yo quería ser una mujer,
no como mi madre.
Quería ser una mujer más grande
que una casa y un marido.
Quería ver el mundo,
caminar el mundo
y no noté que el mundo comenzaba
sobre los hombros de mi madre;
sobre el hambre de mi madre
que parió un mundo
para que yo lo caminara.
Afiló mis pasos con su muerte.
Torció mis pies
para luego aplicar misteriosas cataplasmas
que hicieron que mi pie sanara.
Ella tampoco sabía lo que hacía.
Pensaba que me cuidaba,
que me educaba,
pensaba acaso que eso que ella había parido
no era una mujer;
que yo era tan solo su deber,
el cumplimiento de un mandato.
A lo hecho, pecho —pensó quizás.
Y yo era un eslabón
en el cumplimiento infinito de lo posible.
Pero, ¿quién iba a saber de los designios?
¿Quién iba a sentarnos
a mi madre y a mí?
“Abre los ojos” ¿quién iba a decirnos
que esta era la intención
forjada hace milenios
para las mujeres de nuestra estirpe?
Dejar de ser
la mujer que una vez fuimos;
aprender todas a morirnos,
a seguir intentando convertirnos
en otra mejor mujer.